miércoles, 27 de enero de 2010

Padres míticos


La figura del padre inspira cierto respeto. Presente en las geometrías familiares de corte patriarcal, está abierta desde antiguo a las fabulaciones míticas. En la más extendida de ellas a todos se nos reclama de un mismo dios padre, para atraernos sin distingos a su querencia. A través de ese centro divino, ante el que seríamos iguales, nos llegaría a todos la esperanza de vivir un afán común. Siguiendo la fábula, debería probablemente esperarse una actitud reverencial de quienes rodean ese decisivo punto de fuerza. Sin embargo, todos los que forman ese círculo especulan con su invisible y dominante centro. Y esa problemática relación tampoco mejora cuando el mito enfrenta directamente a padre e hijo.

Unida la figura del hijo a la del padre forman una pareja de difícil encaje. En lo moral nadie es capaz de estimar la importancia del legado paterno. Se diga lo que se diga, no suele darse necesariamente la prolongación de sus saberes ni la de sus quereres, y a veces ni la de sus haberes; lo que su pérdida nos impone es un hondo desgarro. Un desgarro que el hijo afronta con circunstancial tristeza, pero con íntimo alivio. Mientras ambos viven, se suelen ver sujetos a un espacio común en el que son llamados por la naturaleza a competir, pero en una competencia permanentemente asimétrica. No por una cuestión de ventajas y bazas, que parecen bien repartidas, sino por el imposible reconocimiento mutuo. Un imposible más, donde cada uno convierte al otro en su interesado espejo. No obstante, hay margen para la piedad que es virtud, incluso para la lealtad que es mera actitud. Piedad y lealtad nacen curiosamente de esa competencia, de su trasfondo físico. Normalmente muestra éste tal desequilibrio que la piedad o la lealtad aparecen como contrapeso moral hasta en las paternidades más tormentosas.


Eneas escapa de Troya (F. Barocci, 1598, Galleria Borghese, Roma)

Muchos de los que rechazamos la figura y los ilimitados atributos del abusivo padre divino, no podemos evitar un punto de emoción y simpatía ante la mítica pareja formada por Eneas y Anquises. Es la muerte la que acecha a Anquises, cuando a espaldas de Eneas huye de su arruinada Troya. No es la patria, que atrás quedó, la carga que nos consume. Es la memoria del vencido, que en plena fuga delira en nuestros oídos, es esa memoria la que nos obliga. Por eso somos de Anquises, no por lo que nos ha dado, pues la vida es al final una rima fortuita. Somos de Anquises, porque Troya sucumbió y sólo nosotros podemos restaurarla. Siempre caminaremos presos de ese futuro, confiando que un día la tierra benévola nos acoja y sobre nuestros huesos se haga posible, sin mayor arrogancia ni gloria, una nueva Troya.


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