martes, 20 de abril de 2010

En memoria de Áyax


Áyax con el cadáver de Aquiles.
Vaso François (crátera de Ergótimos, decorada por Clitias), 570 a.n.E.
Museo Arqueológico de Florencia

Es odioso y seguramente nada casual, el destino que la tradición épica reserva a quienes se desentienden de los dioses, a quienes avanzan y resisten confiados en sus propias fuerzas. Como héroe, el destino de Aquiles será tenido por trágico pero triunfal, como emblema del poderío humano, el de Ayax, que rescata su cadáver, es cruel y humillante. Confundido por la injusticia, perderá en su locura honra y crédito ante su gente. Desolado por la vergüenza y sin esperar a que un dios le arrebate lo más suyo, morirá por su propia mano. Sófocles pondrá elocuente voz al testamento del suicida en el trance de abrirse las entrañas con la espada.

Desde entonces la escena del guerrero abrumado por la deshonra y la vergüenza se ha repetido con frecuencia. La hemos visto en quienes han rendido la plaza, en quienes están próximos a ser hechos prisioneros o en quienes se han visto privados de la muerte con sus compañeros. En la mayoría de estos casos el guerrero suicida parece sentirse estrangulado por el vínculo marcial, por ese espíritu irreductible del ejército. Flota ahí la llama de la sacrificada vanguardia, en la que el guerrero se redime por todos sus iguales, a los que contempla sumidos en la vergüenza.


Tampoco es casual que este sacrificio encuentre el beneplácito de dioses, religiones o naciones, que siempre lo aceptan como ofrenda propia. La vergüenza compartida es una potente amalgama con la que los dioses, o sus alias, obran a su voluntad. Al hombre libre debería parecerle indecoroso buscar alivio a la vergüenza en tropa de conjurados, sabiendo además que es mezquino admitir sin reparo la redención propia en cabeza ajena. Así es como llega a escena una nueva casta de apóstoles suicidas, tan dispar de aquel guerrero altivo, que desdeñaba sin recato el auxilio de Atenea.

El murió para sí, ajeno a sus compañeros de Salamina, víctima de su error y de la implacable desdicha. A nadie quería con su acción pedir cuentas y a nadie buscaba redimir, salvo a sí mismo. Entra en el Hades por su propio pie, aunque abocado por una furia destructiva. No pide a los dioses ni tiempo, ni clemencia, ni paraísos. Solo pide a Zeus que su cuerpo no quede expuesto a la rapiña y a Hermes que tras el salto «le haga bien dormir» y que haga leve su tránsito. 



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