domingo, 6 de junio de 2010

Los pies de Miron


Conocemos poco sobre el atleta Miron. Se sabe que cruzando el mar llegó a Élide, cerca de Olimpia, desde su Siracusa natal. Acudió allí para participar en los trigésimoterceros juegos olímpicos. No sólo consiguió triunfar en cuantas carreras corrió, sino también en el corazón de Pieria, la hija del rey Layas, con la que se fugó tras ser aclamado y coronado campeón. Sin embargo, no llegó lejos en su aventura al ser alcanzado su victorioso carro por la tropa enviada en su persecución por Layas. Tras separarlo de su amante, fue trasladado hasta el palacio y conducido a presencia del rey. Sin atender consejo alguno, la ira de Layas se tradujo en una sentencia cruel en extremo, por la que se ordenaba que, para evitar nuevas escapadas de Miron, se le amputaran de un solo hachazo ambos pies. Enterada del horrible veredicto Pieria, a la que se había obligado a recluirse en sus aposentos, acudió pronta a interceder por Miron. En cuanto entró en la sala vio al rey con gesto severo frente a una bandeja que mostraba la prueba inequívoca de la ejecución de la sentencia. Desconsolada por la amarga suerte de su amante y de su futuro, pidió al rey que se compadeciera de su lastimoso estado y lo liberara. Mas nada logró con sus insistentes ruegos, porque el monarca ni siquiera se inmutó. Fue entonces cuando Malco, uno de sus consejeros, se acercó para advertirle del riesgo que corrían: «Me temo que tratándose de un campeón, de un protegido por los dioses, el dictamen pueda ser mal visto desde el Olimpo y acarree nefastas consecuencias para todos». Tomándolo en consideración, pero con la misma indiferencia observada hasta entonces, Layas proclamó a modo de concesión: «Pues que se le devuelvan los pies y que se vaya». Pieria se adelantó entonces y recogió la bandeja con los sangrantes pies. Volviéndose a todos y mostrándola, proclamó: «Justo es, porque suyos son, y suyo es también, padre, el victorioso carro. Con él partiremos ambos, rumbo a Siracusa, navegando por esos mares por los que nadie camina». Impasible el monarca a estas palabras, su encendido enojo parecía haberse tornado en fastidio. De repente ella arrebató con un rápido gesto el hacha al verdugo y ante el asombro de todos la dejó caer sobre sus desnudos pies. Desde el suelo lanzó una mirada fiera hacia su padre, justo antes de gritarle desafiante: «No quedará vacía vuestra bandeja, ahí tenéis mis pies. Antes siempre os seguían, puede que ahora os persigan de por vida».

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