domingo, 22 de agosto de 2010

Punto de fuga


A pesar de conocer un poco el horizonte mundano y humano que abraza la obra de  José María Escrivá, ese afanoso inventor de caminos y fortunas morales, que nos asiste beatífico en toga de gran canciller, si nos encomendamos como piadosos potentados, o en sotana de campechano orate, si lo hacemos como afligidos menesterosos, quisiera haber tanteado su flema aragonesa ante parodias como la que el Reverendo Jonathan Swift dedicó a Jeremy Taylor, obispo de Down y Connor y vicecanciller de la Universidad de Dublín, autor de una de las obras religiosas más celebradas de su tiempo, The Rule and Exercises of Holy Living (1650). No muy lejos de los propósitos de Escrivá, pero con cierta liberalidad y sin su tono cuartelero, buscaba en ella Taylor hacer lo de siempre, un repaso exhaustivo de las normas que en su vida diaria deben regir la conducta del buen cristiano.

De las muchas secciones presentadas en el tratado, la quinta está dedicada al ayuno, ese ejercicio mortificante en el que se nos anima a la privación de alimento. Tras una primera defensa de la legitimidad de dicha actuación se pasa a estimar su conveniencia. Para ser juicioso los consejos procuran no rondar los extremos de la inconveniencia médica. Sorteando ese bulto, a base de apelar a una escueta parroquia de ascéticos, se llega a los beneficios derivados de esa práctica, que se reúnen bajo el epígrafe The Benefit of Fasting (El beneficio del ayuno). La lectura, y quizá la práctica, de estos beneficios debió dejar honda impronta en el Swift aspirante a clérigo, que años más tarde hizo de sus párrafos, y por extensión de la obra, blanco de su ácido humor. En 1722 salió de prensas una sátira muy de su estilo -cuyos destinatarios más directos, un siglo después de Taylor, desconocemos- con el singular título de The Benefit of Farting explain’d (El beneficio de los pedos explicado). La inocente sustitución de las letras de los dos títulos es el inicio de una rechifla de considerables proporciones.

En portada, y tras el título, se atribuye el ensayo, traducido de un original en español, a un tal Don Fartinando Puff-indorst. En la filiación de este fantasmagórico autor se van incluyendo con cierto regodeo toda clase de onomatopeyas ventosas. Como en él es frecuente, tampoco pierde aquí la ocasión de destinar sus primeros dardos al bello sexo por considerar que para ellas la falta de venteo es causa y origen de otros desórdenes, sin exclusión de los religiosos y teológicos. Remata la entrada un pequeño poema de tono escatológico menor. 


Sin perder el oremus se aplica a analizar en clave sesuda e irónica la tesis avanzada, aspirando a convencer a los lectores de los innumerables beneficios derivados de librar sin restricción ni apuro todo gas que les regale el cuerpo. En los inicios, impecables, se reclama más luz sobre la naturaleza y esencia del pedo: «Es una cuestión enormemente controvertida entre los instruidos, si un pedo es una sustancia espiritual o material; los profesores de metafísica han argumentado ardientemente a favor de su espiritualidad, pero los naturalistas se les oponen con igual fuerza». Entablada esa pugna dialéctica, por los primeros se cita como autoridad nada menos que a Robert Boyle, mientras que los segundos quedan muy dignamente representados por el Cartesio don Renato.

Incorpora después Swift a su discusión a otro de los blancos favoritos de sus diatribas, los matemáticos. El gremio, probablemente hermético y socialmente emergente, estaría también  presente en los Los viajes de Gulliver, donde en medio de crueles chanzas se les asigna Laputa como país propio. Si allí los matemáticos de la Royal Society lucían más bien como cornudos, aquí dan lustre euclídeo al estudiado pedorreo: «Los matemáticos se hallan a mitad de camino entre los naturalistas y los metafísicos; tienen el pedo por una cantidad, aunque indivisible, y le dan el nombre de punto matemático, al no tener longitud, latitud ni grosor». Al margen de sus fobias, puedo convenir con el autor en que
nada como esa abstracción de los matemáticos nos biendispone a la necesaria sublimación de esos escapes tras el callado período de esforzada invención y obligado asiento.

Puede que haya quien juzgue estos disparates como algo impropio de quien ostenta sagrado ministerio. Se equivoca, porque nada hay más valioso que el fraternal aviso sobre los desórdenes asociados a los rigores en la contención, bien sea del apetito bien sea de los gases internos. Decir que el aparato digestivo es lo bastante sabio para obrar en su beneficio propio, no es sino alabar la obra del Señor. Si además se aportan, como en el caso de Swift, probada muestra de desviaciones religiosas con la adopción de falsas doctrinas como la cuáquera y otras delirantes profecías, habría razón sobrada para salvar la turbadora naturaleza de estas salidas y abogar por una tolerancia que beneficia finalmente a la fe. Como matemático entiendo que esta conclusión es inapelable y que los ímprobos esfuerzos de Taylor y Escrivá por combatirla debieron, entonces y ahora, ser dignos de mejor causa.


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