jueves, 23 de septiembre de 2010

La mina de Irazabaleta


Balsa de Iratzetako Larre (Mezkiritz)
Cuando dejes atrás el último caserón de Mezkiritz, debes de atacar con ímpetu la empinada cuesta. El camino va haciendo quiebros entre el follaje hasta que al rato alcanza una pista que circunda como palco de preferencia el amplio fondo del valle. Por allí podrás transitar a pie llano, mientras contemplas un poco más abajo perezoso y recostado todo su caserío. Te intrigarán los pasos que al otro lado se internan en la espesura. Si aciertas con el desvío, te llevará por un bosque prieto hasta una encrucijada despejada, que llaman Iratzetako Larre. El helechal que le daba nombre ha quedado confinado al borde del bosque. Probablemente en otro tiempo el camino llegó hasta la cercana mina de cobre. Lo que ahora queda a la vista desde el punto en que se pierden las huellas es un paisaje algo desfigurado. Debajo de la cumbre, donde se detienen las hayas, una enorme trinchera cubierta por el brezo cruza la ladera desarbolada, que se ve invadida por los helechos. No me atrevería a comprobar si allí, escondida en el fondo de esa brecha, nos espera impaciente una boca de entrada. Si es verdad, como dicen, que esa puerta conduce a las entrañas del monte, al refugio de esos genios fabulosos, que celosos y protectores asaltan al paseante ingenuo, prefiero no saberlo. Hay rastro de escoria que parece haber quedado oculta en una zona aledaña, metida ya en el arbolado, donde el suelo se vuelve más oscuro y con corros muy negros. Quizá la pequeña balsa, a campo abierto junto al camino, sirviera en su día de lavadero. Aunque el claro de alrededor es extenso parece desangelado y solitario, como un verde pozo hundido entre las cumbres. A poca distancia del estanque y la encrucijada se elevan dos pronunciadas vertientes, una herbosa y otra boscosa, y por los extremos contrarios el terreno se desliza a profundas hondonadas, que a la vista se antojan inexpugnables, dominadas por densa maleza y de la que emergen unas rocas grises que dan al paraje un aire de profunda ruina. En medio de todo ello queda lo que fue en su día como un gran patio, un lugar por el que rondarían los carros con sus bueyes, acarreando picos y barrenas, poleas y caballetes. Algún techado habría también para guarecerse y debajo múltiples voces, unas destempladas alzándose a gritos y otras departiendo en alegre compañía. Sólo los pájaros siguen fieles, cantando lo que otros cantaron, trinos viejos, anuncios de tormenta y cantos de alborada. Los demás hace tiempo que se fueron.

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