sábado, 4 de diciembre de 2010

Jericó y sus astrónomos



Vuelve la montaña al silencio y un ejército de espíritus inunda con el trueno las llanuras. Dice el Señor a Josué: «Si en Jericó nadie escucha tus trompetas, tomarás en mi nombre tu martillo, sin piedad hasta que los sometas». Han llegado corazones intactos batiendo con su locura tambores, arrecia al unísono el aullido de las trompas y tras ellas aún se escucha el paso rastrero de las bestias. Allá arriba gentiles y luminosas les esperan las cabezas, alzadas sobre picas relucientes, con sus ojos vagabundos confundidos por los cielos. Siguen ahí desde el alba, sobre las torres, escrutando el vuelo de los astros, ancianos de escaso pertrecho, sin más ropaje que su tortuosa lógica y sus tablas, sin más arma que el báculo en el que gravitan. Del sidéreo azul su mirada desciende fatigada sobre las tercas montañas y descubre afligida el oscuro creciente en el llano. La sombra es tan sorda y certera como el golpe del martillo divino. Un Josué ensangrentado asienta al espíritu dominante, guardado en el arca hermética, y declara sagrada la plaza. Su Señor cruza sigiloso el crepúsculo, elude aquellas escrutadoras miradas y en la oscuridad profunda se pone a salvo de su asedio.

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