jueves, 13 de enero de 2011

A las pruebas me remito



La carga de la prueba es del que afirma una tesis, la valoración es de quien ha de sopesarla y el criterio para juzgarla depende de la claridad argumental con que se presente. Esto en teoría, porque la claridad, junto con la distinción, es doctrina para algunos demasiado cartesiana, sustituible sin reparo por analíticas peregrinas, con muchos números y cómodas etiquetas.

Le pasó al eminente Andrei N. Kolmogorov en sus verdes años, allá a comienzos del siglo XX. Iba para historiador y con esa intención presentó al profesor Bakhrushin, su mentor, dicen que un apasionante y ajustado estudio sobre el sistema de tributos de la Novgorod de los siglos XV y XVI. Cuando Kolmogorov solicitó a Bakhrushin su opinión, y con ella la aprobación para sus conclusiones, éste le respondió: «Joven, en historia necesitamos al menos cinco pruebas para cada conclusión». Visto lo pantanoso del terreno en que navegaban sus esfuerzos, al día siguiente decidió dedicarse a las matemáticas, donde bastaba con una única prueba para ganarse avales.

No obstante, tanta economía de recursos también tiene sus efectos. La sequedad argumental hace que inevitablemente la valoración acabe viéndose empañada por cualidades ajenas a la estricta lógica. Paul Cohen, que demostró a mediados del siglo pasado uno de los teoremas básicos en Fundamentos de Matemáticas, se lamentaba así al recordar los juicios que siguieron a la presentación de su prueba: «Al principio cuando se presentó, alguna gente pensó que estaba mal. Después se pensó que era extremadamente complicada. Después se pensó que era fácil. Pero claro es fácil en el sentido de que hay un idea filosófica clara». Es natural que en esa línea final, conociendo el interés de algunos colegas en llamar trivial a lo que no se digiere, se resistiera y que apelara a la claridad filosófica para que su logro no quedara banalizado como fácil.

No es de ahora esta tensión entre lo trivial y lo fundamental. Siempre ha existido ahí una frontera especulativa que se extiende a la que existe entre lo difícil de demostrar y lo exento de demostración. Con ella tuvo que lidiar el propio Aristóteles en su Metafísica a propósito del principio de no contradicción. Amontonó argumentos que mostraban la pérdida de consistencia de todo razonamiento cuando se aceptaba como válida la contradicción de juicios. Evitó, sin embargo, una prueba directa del principio, porque acabaría remitiendo a algún otro principio aún más fundamental. Para descartarla apeló a un rasgo del pensamiento compartido, un rasgo propiamente cultural. Según Aristóteles, el conocimiento que en ese pensamiento compartido germina carece de apaideusia, dicho de otro modo el propio contexto permite conocer lo que debe ser demostrado y lo que no.

Quizá parezca un recurso confuso o un argumento redundante apoyarse en un rasgo cultural del pensamiento. Pero tratándose del último recurso podría ser de interés imaginar qué efecto cultural tendría la apaideusia. Para algunos educadores imaginar esto ya no es necesario, porque ya está aquí. Los primeros indicios apaidéuticos, bien visibles en el desinterés cada vez más manifiesto por las pruebas formales, nos advierten de que estamos ante una amenaza grave de aculturación. Esto podría concretarse en una nueva cultura, ajena a aquel rasgo, que daría paso, para evitar la sobrecarga de la lógica, a la sustitución sin reparo de lo fundamental por lo trivial.


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