sábado, 26 de febrero de 2011

El arte de fatigar jornadas



Las normas que uno se da a sí mismo siempre parecen llenas de buen sentido, aunque con el tiempo pequen de indulgencia y todo el buen sentido quede reducido a buena fe. Es normal que nos dejemos llevar por ese amañado guión, y más si nos eleva el espíritu. Con esa ingenuidad, con esa ligereza, acabamos volando muy alto y hay quien con ella llega a ver mundo. Todo adquiere, si la altura es la adecuada, proporciones generales, así que no faltan visionarios que desde allí se sienten en el secreto de un arte. Metidos a artistas estos ingenuos emplean toda su arrogancia en enseñarnos a vivir, queriendo hacer vivir en vida ajena lo que desconocen de sí. Demasiada necesidad de por medio, como para no resultar sospechoso. De existir algo parecido a un arte de vivir, no creo que nos venga de otro, seguramente será un arte íntimo y puede que un arte sencillo. De concretarse en algo sólo podría hacerlo en el paso de los días, como el arte de quien gobierna un flujo. Un flujo bien conocido, un flujo que hemos visto siempre pasar, compuesto de días felices, aciagos o anodinos, alineados en una larga cadencia de tiempos monótonos, sucesivos, indeterminados pero en definitiva finitos. El sentir, que es obligado en todos nosotros, nos ha enseñado lo primero a contarlos, después a distinguir entre la mañana y la tarde, y más tarde a retener con firmeza algunos momentos fugaces. Dando esto por aprendido, poca renta parece como para llamar arte al intento de eludir la fuerza de esa corriente. Con arte o sin él nadie debería renegar de ese paisaje fugitivo. Si uno no logra amarrar lo cotidiano, al menos debería intentar hacer valer su futuro con palabras, por escrito. Es como si al escribir, lo futuro y lo cotidiano acabaran fundiéndose en uno. Todo antes que verse arrastrado hacia esa corriente silenciosa en la que, además de arriesgar su lucidez, se iría con la huella de cada día la emoción depositada en él.

No hay comentarios: