jueves, 3 de febrero de 2011

Il taccuino



Al cabo de unos días mi cuaderno volvió a casa con aspecto desmejorado, un poco bajo de color, algo desmembrado y hasta con alguna hoja suelta. A la sorpresa siguió la emoción del reencuentro y la cálida acogida. Tan pronto como lo tuve entre manos, lo limpié y lo recompuse con mimo para hacerle de nuevo sitio en la mesa. Hojeando sus páginas empecé a recordar casi todo: su historia, mi historia, tachaduras y arrugas, notas y recordatorios, escritos y frustraciones. Finalmente, una de las hojas apareció libre y ajena a todo, completamente en blanco. La pluma, casi desmayada por los rigores de su larga dieta, pronto encontró entre sus renglones un apoyo reconfortante. Al inclinarme hacia ella, creí sentir casi inaudible el reproche: «¿Aún me conoces?». Y así fue como la escritura brotó, poseída por un deseo febril de respuesta y con la tinta persiguiendo enconada una tras otra las líneas. Al acabarlas, mi mirada se detuvo vidriosa sobre la última página. Era el momento de releer mi alegato: excusas indecorosas, pretextos fútiles. Que lo había arrojado como un testigo molesto, dicho así y con voz trémula ante una librería muda y expectante, era mi confesión de infamia. Oía agitado mi aliento y lejana mi voz, quería seguir creyendo en mí mismo, algo de veras complicado sin palabras calmadas, sin el verbo sereno, sin su tacto y ayuda. Volví a mi declaración convertido en un autómata, como un lector paralelo, hasta que el fastidio me pudo y una repentina ola de tristeza me nubló la vista y me cegó.

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