martes, 24 de mayo de 2011

Maniobras en el tapete verde


Aquel 25 de julio de 1813, antes de que las tropas del mariscal Soult avanzaran con la intención de tomar las alturas pirenaicas visibles desde Urepel, el destacamento de la división de Cole, que el marqués de Wellington había apostado para vigilar los movimientos de las divisiones francesas allá abajo, en el valle de Alduides, había abandonado la posición. Ante el temor de verse sorprendido en medio de la niebla, había dejado atrás las trincheras y empalizadas levantadas en lo alto de la montaña, a cada lado del viejo camino entre Urepel y Burguete. La intención de Soult era clara, cruzar el Pirineo y continuar hacia el Sur para socorrer a la guarnición francesa del general Callan, que llevaba en Pamplona ya un mes asediada por la división inglesa del general Picton, mientras que la retirada de Wellington buscaba acumular fuerzas en el camino de Belate y la vía del Bidasoa con el fin de asegurar la presión sobre las plazas francesas de Pamplona y San Sebastián tras la derrota napoleónica en Vitoria. Fortificada posteriormente por Soult, esta posición de Lindus —ese es su nombre— es hoy una cima herbosa y despejada a 1.222 metros de altura, que fue convertida para uso militar en una amplia terraza cuadrada de unas 25 áreas y acotada en todo su perímetro con unas trincheras de unos 3 metros de desnivel. Desde ella se dominan todas las cotas cercanas y el inmediato collado de Lindus, por el que pasa uno de los muchos caminos que comunican las dos vertientes pirenaicas.

Posiciones iniciales y primeros movimientos
en la batalla de los Pirineos (1813)
Estas historias militares de frontera poco dicen de los naturales de estos valles, seguramente más preocupados en mantener los límites de sus respectivos pastos ganaderos. Se habla de una razzia de los ingleses sobre Banca y Urepel, en la que se hicieron con unas 5.000 ovejas. Quedaba en Burguete recuerdo del incendio que se produjo en 1794 tras la retirada de las tropas francesas de la Convención republicana. De los habitantes de los caseríos y pueblos poco o nada se dice en las crónicas, quizá por no ser vitualla comestible. A lo que sí parece que estaban obligados, de mejor o peor grado, es a mantener alimentados a los bandos contendientes. Entraba también entre sus deberes, como banderizos de estos ejércitos, el asistir a sus estados mayores, normalmente como mensajeros, confidentes y guías. Nada impedía, sin embargo, que acabaran viendo cómo sus casas y bordas eran pasto de las llamas, cuando estas ocupaban posiciones estratégicas, aunque sólo fuera como mera medida preventiva. Tras la caída de Napoleón, aún verían pasar por aquí, unos años después, a las tropas francesas de la Santa Alianza, que acudieron a salvar el borbónico trono de Fernando VII. Más tarde, en la segunda mitad del siglo, los pactos franco-españoles de delimitación de fronteras neutralizaron la posición y la convirtieron en un punto compartido, lo que probablemente impidió que en el lugar se levantaran fortificaciones más sólidas. Bien avanzado el siglo, aún se vería cruzar por el collado, en retirada, a las fuerzas de don Carlos de Borbón, el pretendiente al trono en las contiendas carlistas. El lugar ha recuperado el aspecto bucólico y, salvo por su altura ligeramente destacada, se confunde en el verde tapete de las colinas que lo rodean. Por el Este, marcando la muga, llega una sencilla valla de alambre espino, que sube ladera arriba, culmina en la cima señalada con el mojón fronterizo nº 153, y desciende después por la ladera opuesta.


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