miércoles, 13 de julio de 2011

En la isla


Higuera en el borde de un acantilado © autor
No quisiera meterme en líos a propósito de lo que pueda ser un país, pero conocerlo requiere recorrer en alguna medida el paisaje en el que se asienta y, si es posible, tomar contacto con el paisanaje que lo representa. En fin, país, paisaje, paisanaje, cuestión de pura etimología. Otra cosa es lo de tomar conocimiento o establecer contacto, porque ahí nos condiciona lo que por tal se entiende en cada país. Sin embargo, algo tan evasivo como el cambio de ambiente es fácil de percibir. Si llegas de un país sombrío, en el nuevo reconoces de inmediato los cambios de luz, y si vienes de un país montañoso, es lógico que llamen tu atención sus horizontes rebajados. Y así, si en una isla no consigues encontrar montañas, mejor será que tu interés se dirija a sus playas, calas o acantilados. Platos menores, quizás, pero suculentos a medida que se paladean. Lo único que hace falta es, como para las montañas, cargar la mochila y empezar a hacer camino, pero sin perder de vista el mar y sus orillas. Y olvídate de las posiciones dominantes, ya sabes de los altozanos, cumbres o cimas, porque no los encontrarás y de los largos recorridos, porque normalmente transitarás entre cercanías. A cambio irás descubriendo rincones de todo tipo, unos soleados y otros sombríos, unos oscuros y otros arenosos, de los que tomarás posesión y disfrutarás a resguardo de indiscretos. Son parajes en que la naturaleza es además de agradecida muy pródiga en fauna. Así que tampoco estarás solo, te acompañarán los pájaros y a buen seguro muchos otros animales, quizá más tímidos. Si te guían, déjate llevar hasta los roquedos, playas, cuevas y miradores que sólo ellos conocen, pero si te pierdes, tampoco lo lamentarás y le pondrás emoción añadida al día.

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