sábado, 6 de febrero de 2010

Con encanto


Zugarramurdi, 400 años, vale. Pero, exactamente, ¿qué es lo que se celebra? Pues que hace cuatro siglos, 31 vecinos de la localidad fueron requeridos e interrogados por el Santo Oficio con su reconocida brutalidad y contundencia, y que como consecuencia 11 de ellos fueron conducidos a Logroño para ser ajusticiados en un ejemplar e infame Auto de Fe. Con los actos programados parece que se pretende llevarnos a ciegas de la conmemoración a la celebración, y de la celebración al festejo. Puestos a festejar, la autoridad debería hacer saber, como es su cometido, por qué tan trágicos sucesos merecen, no ya su justa rememoriación, sino ese estúpido despliegue lúdico y esa sibilina envoltura pedagógica. Frente a una asunción de la memoria como gente adulta y sabedora de la historia, se opta con demasiada frecuencia por fórmulas doctrinales que disfrazan su arrogancia, por no decir su desvergüenza, con un trato infantil. No digo yo que no sea sabia actitud, para distanciarse del horror, enmarcar histórica y culturalmente el evento. Es verdad, ha pasado mucho tiempo desde entonces. Pero hemos ido viendo cómo se han prodigado gestos hacia abusos de épocas incluso anteriores, ya sea la expulsión de los judíos o la colonización de tierras americanas, sin que similar trato alcance a este pequeño pueblo. Ya es mal síntoma que ellos hayan decidido hacer de las huellas del horror un turbio negocio. Dejarse colgar, por el beneficio de salir a puja y comercio con marca propia, el sambenito de Pueblo de brujas, dice poco del actual vecindario y de su interés en el reconocimiento del injusto trato infligido a sus antecesoras, a las que se arrincona con desprecio tras un remoquete infame, a sabiendas de que esa marca dejará en el pueblo algún dinero. A nadie se le ha ocurrido sugerir un acto de desagravio por aquel atropello, ni una fórmula de reparación moral que haga ver la injusticia con la que se obró y los abusos que se cometieron. La institución que instigó la tropelía sigue viva e incluso goza de cierto ascendente moral entre estas gentes, pero no parece querer verse involucrada en una conmemoración que le afecta directamente. Al menos convendría que hiciera saber a los vecinos si por la exaltación de la fe estaría dispuesta a repetir ese escarmiento o auto por el que ardieron en la pira algunos de sus ancestros. Las tradiciones son también las personas injustamente perseguidas y desfiguradas por la historia, máxime si nos son tan propias y próximas. Aquí tocaba ahora defender la libertad de creencia y la convivencia vecinal, y hubiéramos ligado la tradición a algo realmente moderno.
Respecto a los fastos, poco que decir. La ominosa página se salda con un museíllo nuevo y, dentro de él, con una recreación de aquella época dibujada con aires goyescos, escenografía con toques esotéricos, mucho filtro de herbolario y la magia transgresora de los ungüentos. Los buenos espectáculos han dejado de ser litúrgicos y para ser atractivos han de contar con el sexo. Ahí se retoma la fiesta y se recobra el espíritu del akelarre, la libre concurrencia a ciegas, con notas de zoofilia y algún otro pedal o enganche. Esta vez no habrá víctimas, más allá de las colaterales. Para vestir toda esta farsa, sayones de modista, coros y oficios de la época, queso y biricas a buen precio, y al final desfile de penitentes a modo de pasacalles. Y en esa morbosidad romántica, que goza hoy de tan buena venta, va el paquete turístico envuelto, con el patrocinio de nuestro gobierno y con un poderoso cabrón como anagrama, sin que a nadie tamaño guiño ofenda.


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