domingo, 7 de marzo de 2010

El mitologeta


A la hora de escoger su léxico, Juan Benet fue tan amigo del rigor como de los inventos. En un artículo publicado hace unos 30 años adoptó de Kerényi, amigo de Jung y afamado estudioso de los clásicos, el término `mitologemas' para referirse a los discursos que servidos a través de personajes inspiran un mito. Convenientemente entretejidos, este tipo de discursos nos darían pues una mitología. En apariencia no otra cosa serían las modernas novelas, luego bien podríamos dar al novelista el sugerente y campanudo título de `mitologeta'. Con tanto lustre en el nombre es difícil sustraerse a la tentación de jugar con personajes y de dárselas de demiurgo. A sabiendas de la dependencia que estos le deben, el mitologeta emprende con ellos un extraño viaje, muy ajeno a la educación sentimental y mucho más próximo a una inquisición despiadada. Como mínima venganza, los personajes, a cualquier lugar que lleguen con el relato y donde quiera que comparezcan, con su discurso ponen al mitologeta en evidencia.

En esa transparencia el personaje comienza a apartarse del mito. Seguramente los creadores de mitos clásicos pecaban de demiurgos tanto como los actuales mitologetas, pero a diferencia de estos tuvieron ciertos riesgos en cuenta. Alternando héroes y dioses, uno no se compromete del todo, porque explora poderes más o menos universales y capta pasiones genéricas. Se sirve de las letras mayúsculas, de las de molde, para entendernos. Si en vez de fijar con el mito pautas morales, uno indaga en la conducta de los personajes, lo que escribe pasa a ofrecerse en minúsculas, en una caligrafía libre y bastante más sutil. El mitologeta vendría a comportarse de forma parecida a un artesano volcado en la talla de sus miniaturas. Miniaturas que sabe tan prescindibles como él mismo, miniaturas que nunca se elevarán a la altura de las estatuas.

Al final hacer hablar a un dios no exige más tiento que el del teólogo, ese funcionario que vigila y corrige el asomo de contradicciones. Pero incluso ese divino crédito avalado por la lógica se esfuma si quien lee no cree en dioses. Otra cosa serían los héroes, pero para el incrédulo son también figuras sumamente desproporcionadas. Para esa creciente parroquia de descreídos no había otra que dar entrada a caracteres reales. El primer intento, aunque arriesgado, fructificó en la escena, al llevarlos al juego teatral. Los dramas, sin embargo, parecían actas de acusación frente a las críticas más ligeras de la comedia. Por eso la fábula no es un invento casual: que los animales sentencien como los dioses fue una caprichosa paradoja, y también una hábil estratagema. Un capricho que permitía traer los discursos a un terreno inteligible y aliviarlos de la severidad de la norma.

Los que nada veían de humano en los animales, aceptaron sin escrúpulos a estos emisarios de los dioses. Pero el día que los dioses se difuminaron y emergieron las conciencias, desaparecieron los emisarios, y con ellos sus emblemas y sus fábulas. Los fieles al credo buscaron ya a su dios sin asistencias, o a lo sumo con guías de rezo. Llegó entonces el cambio decisivo con la difusión de un nuevo tipo de mitologemas. Hablamos de la época en que aparecen personajes humanos cuyos discursos se entrelazan, donde las descripciones de su entorno intentan recrear la escena. Tanta fortuna tuvo la escritura delineando y reproduciendo estos discursos, que comenzó a ir tomando cuerpo como oficio el de maestro mitologeta, ese oscuro demiurgo donde todo lo humano se decanta y se combina en nuevos mundos librescos, bien guiado por el pulso firme e inspirador de los novedosos mitologemas.


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