miércoles, 3 de marzo de 2010

Estudio de un ala


 Carraca. (José Mª Benítez Cidoncha, 2009, Fotonatura.org)

Gracias a la memoria somos dueños, frecuentemente atormentados, de nuestro pasado, pero reconocemos fácilmente un sueño cuando paseamos ingrávidos por un presente gratuito y volátil. De ahí nos despertamos siempre en vuelo, tanteándonos la espalda, comprobando si aún mantenemos las alas y dejándonos caer con mejor o peor fortuna en la huella cotidiana. Por eso nos duele descubrirlas guardadas en los estantes, convertidas en objeto de broma o en disfraz. Así, despojadas de su poder, sin hadas ni ángeles en vuelo, las alas parecen resignadas a un destino funcional. Han cumplido con rigor esta tarea a lo largo de un siglo y, sin embargo, todavía se adivina en ellas algo inefable, algo que nos remite a otro mundo, vuelta la mirada a Ícaro, que en él nos espera para explorarlo íntegro. Pero debemos partir de lo que tenemos. Vayamos a las aves, donde el repertorio es más amplio. Alas largas y cortas, anchas y estrechas, de colores variopintos, combinando lo natural sin estridencia. La mayoría de ellas no pretenden ser guías, sino el sostén de la avenida. Cubren con elegancia la trazada y nos regalan con el vuelo su dibujo. De las especies, mejor las que nos sorprenden, incluso las que nos eluden, no necesariamente las más exóticas ni las más espectaculares. De las cercanas me atrae la carraca, esa que los naturalistas llaman coracias garrulus. El petirrojo es, indudablemente, un amigo entrañable y el abejaruco un visitante memorable, aunque algo ensimismado, pero la carraca sigue siendo la más rara y fugaz de las sorpresas. Está de entrada ese espíritu evasivo, pero si se nos rinde, está por encima de todo su plumaje. Lo que entonces se da a ver es un cuadro vivo, un abanico de colores inédito y un escrupuloso diseño: Las plumas cobertoras, que se reflejan en el cielo, visten de azul; las remeras, que describen el vuelo, van de negro; y las escapulares, las más próximas al cuerpo, presentan cálidos ocres. El otro día, hojeando estampas de museos, encontré en las páginas de la Galería Albertina una acuarela. Autor: Durero; tema: ala de un ave; año: 1512. Miré con atención, el ala era precisamente la de una carraca. Desprendida de su cuerpo, el ala habría volado cinco siglos a través del tiempo. Parada de nuevo ante mí, como una figura acabada, el ala volvió a sorprenderme. Sería la fascinación del momento, pero aquello, por ajeno y desmembrado, no aparentaba ser una extremidad, ni siquiera un lujoso apéndice. Yo en esa acuarela sólo veía plumas, colores, vuelos, y hasta sueños. Y es natural, porque eso es lo que tienen las alas, lo que las mueve a volar y lo que al final nos dejan.

Ala de carraca (A. Durero, 1512, Galería Albertina, Viena)

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