viernes, 23 de abril de 2010

Día del libro vivo


Aunque se me escapa, algo tendrá que ver el Día del Libro con el duro castigo que esta misma mañana se me ha infligido. Difícilmente puedo compartir semejante celebración con el libro, más que nada por la contundencia y el abuso de confianza con que los hechos se han producido. Estaba yo en la tarea, a una hora regular, cuando levantándome de la mesa me he estirado, seguramente más allá de mis posibilidades, hasta un último estante en el que dispuestos en una caja reposaban los once tomos de las obras completas de Descartes. O sea la edición de Adam-Tannery entera: en limpio unos ocho kilos. Justo los kilos que, al ir a coger el tomo primero, se me han venido a la cara como un martillo. Véase, pues, hasta qué punto puede ser arriesgado el simple oficio de lector, que ha bastado un solo segundo para verme sacudido por la furia del buen Descartes, del que siempre canté glorias y del que guardaré a partir de ahora un recuerdo mucho más vívido. Ligeramente desfigurado, pero no del todo contrahecho, he salido de inmediato para celebrar la fiesta, aunque bien lejos de las estanterías, temeroso de sus inquilinos, que esta mañana a primera hora, con la fiesta recién metida en el cuerpo, parecían estar vivos.

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