viernes, 21 de mayo de 2010

Cosas de la edad



Lord Kelvin dormitaba plácidamente en su asiento mientras el orador, tres bancadas más allá, demolía con artillería impecable los fundamentos de su teoría. ¿Dónde acababa lo rígido y empezaba lo muelle?, ¿dónde la corteza ganaba turno al cuerpo candente? Un día ese frío creciente desplazaría todo asomo de calor y vida de nuestro mundo, pero ¿cuándo y desde cuándo? Todo el mundo sabía que ese calor irradiaba tan inexorable como la autoridad de Kelvin y de su termodinámica, y sabía también que, rebasada la cubierta externa, se disiparía como la vida misma. En este asunto venían siendo muchos los cambios teóricos y habían ido llegando paulatinamente. El calor provenía de dentro, del núcleo de la tierra, esto parecía claro. Y su velocidad de transmisión hacia la corteza nos ofrecía una ajustada medida de su edad. Valía aquí para la tierra, pensaba el octogenario Kelvin, lo que valía para su propio cuerpo. Frente a estas certezas y a su reflejo cronológico estimado en unos 100 millones de años, las observaciones de geólogos y biólogos venían sembrando dudas más que razonables. Pero en este tema ni los argumentos estratigráficos de Phillips, ni la edad que Darwin aventuraba a fin de avalar la evolución de las especies, podían ignorar el peso de las leyes termodinámicas. La física podía descansar y dormitar tranquila. Ya lo había proclamado él en su día, con gran revuelo y desazón del público: «En física está todo visto. Nos quedan dos problemas pendientes». ¿Qué podía traer, pues, a este debate el esforzado  Ernest Rutherford? Bueno, de lo que podía, algo ya sabía. Sabía, por ejemplo, que las nuevas hipótesis empezaban a complicar su tesis sobre la transmisión del calor y la edad de la tierra, y que en ellas se especulaba con nuevas energías. En ésas estaba Rutherford.

Y suya era la tribuna aquella tarde de primavera de 1904, mientras Kelvin, canciller de la Universidad de Glasgow, se sentaba como uno más atendiendo desde la bancada en la penumbra. Tan pronto como inició su discurso, Rutherford adoptó un tono cauteloso y mesurado, a sabiendas del riguroso examen de la audiencia a la que se dirigía y de las adversas y equivocadas teorías que muchos, entre ellos el veterano profesor, defendían. Conocedor de que la verbosidad siempre tiene sus riesgos y de que la confianza ineludiblemente atrae los errores, optó por ir enunciando en marcados tiempos cada una de sus afirmaciones, como quien levanta pacientemente su edificio. Para entonces Kelvin daba muestras de haberse desentendido del discurso, aunque sin llegar a espantar a sus próximos. Desde el atril Rutherford creyó oportuno el momento de afirmar con mayor audacia, pero sin caer preso de una arrogancia que pudiera alentar reproches. Echó una ojeada al adormilado profesor, y aprovechó, justo cuando más benévolos se adivinaban sus rasgos y más beatífica era su sonrisa, para apuntar: «Lord Kelvin había puesto un límite a la edad de la Tierra, siempre que no se descubriera otra fuente de calor. Esta declaración profética alude a lo que estamos considerando esta noche, la actividad del radio». Cruzado el Rubicón, creyó ver en el anciano una mirada radiante, donde otros apenas vieron un ojo entreabierto seguido de un leve respingo. Nadie hubiera podido decir si al quedar apagado escuchaba algo o nada. Quizá dormía apacible, quizá callaba prudente, sin querer ver ni discutir los detalles y dimensiones del naufragio frente a sus costas.

El empleo de la radioactividad en la datación del origen de la Tierra permitió posteriormente atribuirle una edad aproximada de 4600 millones de años. Biólogos y geólogos, liberados del estrecho yugo temporal kelviniano, respiraron en sus teorías más tranquilos.


No hay comentarios: