martes, 6 de julio de 2010

Diálogo jesuítico sobre la danza



La danse, Henri Matisse (1909), MOMA New York

Sabía que el Padre Mendiburu difícilmente se avendría. Durante los dos últimos años venía peregrinando a lomos de su mula y sembrando la palabra de Dios por medio país. Tan pronto se le veía en Asiain como en Uterga, en Maya como en Oyarzun, donde hoy mismo había predicado la misión ante los suyos. Algunos más habían subido también desde Hernani y Astigarraga hasta esta acantonada y soberbia parroquia de San Esteban. El Padre Larramendi le esperaba ya en la sacristía, mientras Mendiburu aún despedía a amigos, parientes y vecinos en el portal de la iglesia. Finalmente cruzó el umbral diligente, atravesó la iglesia camino de la sacristía y una vez en ella cerró el enorme portón. Los dos jesuitas arrimaron dos sillas y tomaron asiento frente a frente.

Después de alabar con brevedad el recibimiento entusiasta de los feligreses decidieron entrar en materia.
—Temo que con vuestros sermones estéis atizando pasiones— le señaló tímidamente Larramendi, —y así malamente apaciguaréis la desazón de sus almas—. A lo que Mendiburu objetó que no era su intención quererlas apaciguadas, sino mantenerlas atentas y avisadas frente a la insidiosa alegría reinante en las ferias.
—No veo que la alegría nos desmerezca, ni que la danza, como vos creéis, nos envilezca— replicó con firmeza. —Tan sólo son expresiones vivas de nuestro proceder, sin más malicia que lo que traemos en mente o pongamos en boca—. A estas palabras Mendiburu se revolvió inquieto en la silla, y para darle réplica decidió levantarse. Entonando solemne su parlamento como si continuara bajo el tornavoz, recordó que hablábamos del cuerpo, que era tanto como hablar de la tentación, del reclamo de la concupiscencia pagana. Larramendi le miró fijamente y procuró pronunciarse con franqueza, lejos de cualquier otra emoción:
—Padre— le dijo apagando ligeramente su voz, —os equivocáis al hacer de la fiesta un suerte de lúbrico cortejo entre tamboriles y enaguas—. Cabeceando como quien no logra entenderlo, Mendiburu comenzó a pasearse de un lado a otro, entre la mesa y el portón. Con ostensible y creciente irritación, recuperó su argumento y volvió a abominar de los bailes. Los veía como una emboscada luciferina, preludio de la general perdición, y del retorno a esa comunión de cuerpos, que felizmente creía extirpada por el buen oficio de la Santa Inquisición. Como quiera que Mendiburu daba muestras de extraviarse, prendido en tan frenéticos temores y en la amenaza del maligno, quiso Larramendi traerlo a este mundo recordándole su irrenunciable ministerio:
—Asumís una pesada carga con vuestro predicamento, debiendo conceder además en tan crudas circunstancias vuestra fraterna absolución—. Mendiburu asentía cabizbajo con resignación, pero Larramendi volvió entonces a la sorna mundana y poniendo cara de fingido asombro exclamó:
—Admirado quedo, Padre, de que no hayan quedado encintas las que a danzar salieron en las pasadas ferias, presas como las imaginabais de ciega euforia y de aviesa intención.


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