lunes, 23 de agosto de 2010

El cuerpo en sí


Nuestro error al vestirnos y arroparnos con esmero es pretender que nadie adivine el desorden de nuestras carnes. Cualquiera que sea el grado de desorden, el cuerpo en conjunto es difícil de ocultar. En principio ese desorden debería atraer por su diversidad de formas y colores muy por encima del orden. Sin embargo, pasa el desorden por algo confuso y poco armónico, lo que en el caso del cuerpo se traduce además en deforme e incluso mórbido. Es cuestión de sabiduría y buen ojo aprender a apreciar en el juego y el jugo de las carnes su propio punto de diversión. En unos las vemos prietas, dando una figura bien armada y enjuta, mientras que en otros van lo bastante holgadas como para colgar alegremente y bailar su propio ritmo. Esta sensualidad es para algunos incómoda e incluso estomagante, como si vieran en ella un escenario de calamidades con miembros desvencijados o flotantes. Con tener en cuenta que filosóficamente no hay razón estética, se ve que tampoco hay razón para repudiar las albardas por fláccidas, los brazos por entecos o los muslos por rollizos. Dejarse cegar por la musculatura, con su bronceado homogéneo y reluciente, supone refugiarse en una arquitectura cansina y repetida. Que esa gente se arrogue además la facultad de ver en otras arquitecturas más libres y generosas la fecha de caducidad, cuando apenas consiguen calibrar el grado de alegría y sazón que emana de esos cuerpos, es un castigo añadido. Pena da ver gente talluda y de relumbrón exhibiendo las marcas de su atormentado vientre, como si fueran orgullosas cicatrices de antiguas responsabilidades. Deberíamos preguntarnos qué idea de goce carnal puede convivir en ellos con ese vientre abstracto, acabada obra del acomplejado escultor que los habita. Soy de los que opinan que en piedra robusta lucimos menos que ganando espacio, que el temblor compartido es el mejor modo de agitarlo hasta el cielo y que deberíamos resolver nuestra figura dándole a nuestra felicidad su volumen.

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