sábado, 25 de diciembre de 2010

El último


Olentzero. Dibujo de Montes Iturrioz
Contra lo que algunos foráneos creen, en los pueblos por los que ando el borbor de la marmita atrae con más fuerza que el repique de campanas. Las campanas suelen marcar obligaciones más o menos piadosas, pero la marmita con sus aromas abre un sendero directo hacia la gloria. Este hecho nunca ha sido bien aceptado por el abundante y bien alimentado clero, que frente a sus inefables misterios de fe parecía dar por sentados y triviales los de la cocina. Para quienes rara vez disfrutaban de feliz tropiezo en su olla, hecha mayormente a caldos, esa torpe ecuación se invertía.

Un estruendo de pucheros llega estos días hasta los confines de la montaña y apetitosos efluvios suben y persiguen en su abnegada labor a quien malamente aguanta allí las inclemencias del año, casi tan viejo a estas alturas como él. Trampea por esos parajes, a vueltas con el carbón, tozudo e incansable, Olentzero es además el último en volver. Abajo nadie sabe dónde anda, arriba nadie sube a buscarlo. ¿Campanas? Sí, ya las oye. ¿Cocinas? Tiene contadas dieciseis. Lo que son los curas, el párroco ve a este desarrapado entendimentu gabea (vamos, falto de seso), pero no todos lo creen. 


A medida que el fuego crepita y el humo se escapa, la gente va sentándose a la mesa. Se come, se habla y se va haciendo gana, hasta que llega el cordero. Ahí Olentzero se pone en pie y con un vaso de vino en la mano se dispone a hacerle los honores: «Nada aprovecha mejor que un cordero en su sano gusto. Con él renovamos huesos, carnes y sangre,  con él  acaban las pasadas flaquezas y empezamos a recuperar el ánimo para lo que sea de venir». Cerrada la jaculatoria, algunos responden jaleando Olentzero buruhandia, entendimentuz jantzia. Este rito de revitalización es muy simple de entender, para todos salvo para el párroco. El carbonero es  cabezón, pero no le faltan entendederas…, ni tremendas tragaderas.

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