viernes, 10 de diciembre de 2010

Un goce devorador


Zeus y Semele, Grabado de B. Picart (1673-733)
Imagen tomada de Greek Mythology Link
Si uno se atiene a lo que le ofrecen los medios, parece como si la expresión del amor, además de ser única, fuera inequívocamente la que la música actual ha fijado. En conjunto lo que nos llega son  ecos de amores tardorrománticos, con mucho flechazo y poca historia. La última versión de esa corriente, literariamente ya plana, tiene algo de amor empírico, al llevar a puntual registro los valores paramétricos del goce. Es un lance legítimo, porque el goce siempre ha estado ahí, aunque envuelto en velos que lo distanciaban y lo protegían, evitando su banalización y alejándolo del capricho de los experimentadores. ¿Perdía la ciencia su vocación de progreso creando con el amor esa salvedad? Sería una larga discusión. Con la inclusión de la medición, el goce parece venir dado por el grado de mutua posesión, y consecuentemente su expresión suele acabar en un lamento a cuenta de la imperfección. Si por el contrario, llevamos el amor al dominio de lo prohibido, lo convertiremos en transgresión y el goce pasará a tener una elocuente y liberal expresión.

A medida que retrocedemos de madame Bovary o Anna Karenina a los tiempos del barroco, las heroínas del amor pierden nombre propio. Sólo el Olimpo divino retiene y ofrece ejemplo de amores transgresores. Es el caso de Sémele, raptada por Zeus y acogida en su tálamo, en perjuicio de Hera, que despechada fabula su venganza. Para ello inducirá a la ingenua Sémele a pedir a Zeus señas de autenticidad y poderío, de lo que resultará un encuentro amoroso marcado por el fulgor y el trueno, y concluído con su amante reducida a cenizas. Pocas historias reflejan mejor el estatuto amoroso en el régimen antiguo, donde la aristocracia fulmina sin compasión las incursiones de los amores de ocasión. Si dejamos a un lado toda la moraleja, aún nos queda la expresión barroca de la transgresión, y ésta sí que es realmente deslumbrante.

Escribo un poco al son del aria Endless pleasure, endless love de la ópera/oratorio Semele de Händel. Y no sé si podría darse un ejemplo más vivo de esa eclosión barroca de amor. Para su expresión se busca modular la euforia de todas las formas posibles, una modulación que impone recursos vocales nuevos, con un canto colorido, matizado y sobre todo cálido, próximo en lo esencial al estilo sensual propio de la tradición italiana, si bien el brillo final depende del repertorio del que disponga la soprano. En la cita musical que propongo, es Kathleen Battle la que hace gala de su maestría sublime. Se embarca en la gavota de la mano de la orquesta, a la que va ofreciendo chispeante réplica. El derroche de gracia y soltura es palpable en todas las suertes vocales y sin perder en ningún momento el aire de alegre apoteosis. El acabado temple de su voz acoge con gusto alardes, bien sea sofocados vibratos o hipnóticos melismas, en un diálogo que la sitúa siempre por encima del dominio de los violines. Sólo al final, tras un ejercicio límpido e insuperable allá en las notas más críticas, cede el turno, como quien contagia su infinito gozo al coro entrante.



Semele, G. F. Händel
Endless pleasure, endless love, Kathleen Battle
English Chamber Orchestra, J. Nelson
Deutsche Grammophon, 1993.


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