sábado, 5 de febrero de 2011

La ciencia por los suelos



Si lanzas por los suelos una pieza de raso, pronto tendrás una geografía por explorar. Elige mejor un tono un poco claro en un amplio y bien iluminado salón, para que puedas seguir el curso de las sombras apagando los brillos y para que queden expuestos a tus pies los pliegues y relieves con su caprichosa complejidad. Ante esa obra instantánea, no te faltarán admiradores. Hay gente que al ver emerger con un simple golpe de fortuna semejante arquitectura cree que la sabiduría debe buscarse en el lanzador, que la estructura ha nacido de la feliz conjunción del predestinado y de su magistral actuación. Atraídos por la magia del actor no tardan en alabar sus portentosas dotes, en examinar su exquisita técnica y en emularle adiestrándose una y otra vez en ese gesto constructor. No deberíamos engañarnos, no es lo fortuito lo que pasa a ser objeto de atenta observación, lo que de verdad subyuga al espectador es lo que tiene de prodigioso el resultado y lo que hay de edificante en ese gesto. Son esos argumentos los que permiten elevar al actor a la categoría de maestro, sabio y campeón. Convendría, no obstante, recapitular brevemente y decir que no hay sabiduría alguna en todo esto. Esas geografías pueden ofrecer vistas maravillosas, pero la estructura que las sostiene no es obra del lanzador sino de quien, además de contemplar las vistas, las observa, las analiza y las explica. No fabriquemos, pues, lanzadores como el que afina un instrumento, no los hagamos sabios si ni siquiera sabemos dar del panorama una mínima explicación. No podemos confundir la sabiduría con la destreza. Para entrar por la senda del sabio hay que educar sobre todo la mirada y la interpretación.

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