sábado, 9 de abril de 2011

Bach se despide de su hermano


Cembalo, J.D. Dulcken (1745)
Kunsthistorisches Museum, Wien.
Con el ancla echada aquí frente al teclado, a uno se le escapan suspiros al enterarse de los viajes del prójimo, viajes que su imaginación inevitablemente convierte en una gráfica sucesión de escenarios y episodios maravillosos. Es tan tosca, sin embargo, mi óptica en estas visiones que el viajero que hiciera su entrada en la plaza del mercado de Leipzig en poco se diferenciaría del que recorre las frondosas selvas del Nuevo Mundo. Al final afinar en este punto es una cuestión de escalas y la imaginación casi nunca las corrige. Podrá corregirla a la vuelta el viajero con su relato, cuando cuente que no fue todo realmente tan maravilloso, que fue instructivo sí, y sorprendente, y dramático, y a ratos arriesgado. Igual añade que, estando tan expuesto al azar, esas maravillas no eran para disfrutarlas y que en nada quedaron, y que afortunado soy yo de tener tan cautivadoras vistas desde mi cómoda penumbra. Puede que tenga razón, pero hay algo que no le digo por no abrumarle con cargas inútiles: si él no viajara, yo tampoco viajaría, y se esfumarían esos mundos tan animosa y rápidamente levantados. Porque éste es un juego serio, que tiene ganancias y que también tiene pérdidas. A cambio de esos viajes que generosamente el prójimo te regala, pierdes su compañía, aplazas paseos, sobremesas y conversaciones, y te quedas en tu cámara a media luz, mientras te van llegando imágenes de aquellos mundos lejanos, templando tu teclado con la música. Pudiendo elegir con ella una figura, nada mejor, dada la ocasión, que una fuga.


Capriccio sopra la lontananza del suo fratello dilettisimo
en si bemol mayor. Fuga final,
J.S. Bach,
Rudolf Serkin, piano. Concierto en Lugano, Mayo 1957.


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