domingo, 12 de junio de 2011

Todo está en el tablero



Los escudos de los extremos corresponden a dos ayuntamientos navarros, cuyos nombres no vienen al caso. Describen los manuales el primer escudo como Jaqueado de diversos colores, y en el abismo un escusón de plata con una cruz potenzada de gules, mientras que el tercero aparece Jaqueado en plata, con el centro dibujado por un juego de ajedrez con los cuadros blancos y negros. En medio luce la cruz de Jerusalén, que lo es también de la orden del Santo Sepulcro. El asunto no quiere ir de heráldica, pero he preferido poner como punto de partida su altisonante terminología para moverme ahora hacia mi única intención, que no es otra que interpretar libremente esos tres diseños, sin ánimo de cargar sobre los vecinos de esos ayuntamiento las consecuencias de mis peregrinas interpretaciones.

Como en los tres casos aparece la cuadrícula, partimos de un tablero de juego común. En el escudo de la izquierda, el colorido no parece responder a ningún patrón formal, ni tampoco celestial. El jaqueado multicolor se ha hecho con la totalidad del campo visible dando al blasón un carácter risueño y variopinto. Puestos a interpretar, podría reflejar diversidad de opiniones, colores políticos que van del blanco al negro, pasando por el rojo, el azul o el amarillo, congregados todos (o condenados) a compartir un mismo y único cuartel.

Desde luego esta convivencia no es fácil, y menos si del abismo emerge, para ocupar el centro con su propio blasón, una cruz potenzada. Se diría que la vocación de esa aguerrida cruz es abandonar el dominio profundo de las conciencias para dominar a plena luz la colorida variedad de conductas vecinales. Una política expansiva, de cruzada, cuyas previsibles consecuencias quedarían reducidas a dos. En la primera se impondría definitivamente esa cruz en su tono más sanguíneo, arrebatando los colores de la cuadrícula y amenazando con dominarlo todo a través de sus pequeñas réplicas. Semejante escudo sólo puede ser representativo de una falsa concordia vecinal, de una concordia impuesta desde arriba.

La segunda consecuencia puede estar a veces relacionada con la primera. Son casos en que ese dominio totalitario ha desaparecido de la superficie o la convivencia simplemente ha fracasado. Lo que queda a su paso, lo que se acaba imponiendo es una distinción radical entre dos opciones enfrentadas, bueno o malo, sin demasiados matices de opinión, pero con generalizado recelo. La convivencia queda marcada entonces por una sola diferencia, mínima pero decisiva, la que separa odios de concordias, la que enfrenta lo blanco a lo negro. Con sólo dos partidos, cada cual se refugia y encierra en su cuadro, pero vigilante de su vecino.


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